Una vez alguien me susurró al oído que existe un lugar imposible de describir. Donde el tiempo no tiene relevancia alguna. Sus moradores no saben cómo han llegado. Caminan en silencio, desorientados, iluminados por una luz taciturna que los acompaña en su vagar de ese mundo improbable.
A pesar de que se miran constantemente no distinguen sus rostros, ni su género, y tampoco hay superficies donde contemplarse. Miran hacia arriba y hacia abajo, para observar que no hay diferencias. No son conscientes de si acaban de llegar o llevan eones en ese mundo en el que no hay noche ni día, porque allí, el tiempo no existe.
Sin embargo, aunque parecen carecer de emociones, se producen ciertas anomalías que se propaga en el ambiente, ocasionándoles perturbaciones en sus anodinas existencias. Son conscientes, si la poseen, de ciertos huecos que se producen en el espacio que ocupan en su deambular ocasionados por la desaparición de algunos de ellos. De alguna manera el dramatismo de esas ausencias los conmociona. Incapaces de comunicarse entre ellos, pues carecen del verbo, gesticulan intentando transmitirse algún tipo de mensaje sin fortuna alguna en su tentativa.
Pero no es lo único que sucede en aquel hábitat que los altera.
Destellos de luces y colores se esparcen en ocasiones proyectando figuras. Formas de seres semejantes a ellos. De entes erráticos que parecen buscar algo. Cuando entran en su campo de visión, pueden observar que ellos si tienen rostro. Y al intentar comunicarse, la mayoría desaparecen horrorizados. Solo algunos mantienen la calma e intentan contactar. Pero es una tarea ardua y pesada, rompiendo las reglas establecidas en ese mundo ceniciento, carente de sonidos y de tiempo. Porque ese mundo es la morada de los muertos, y los vivos…son sus fantasmas.
No recuerdo quién o qué me lo contó. Fue hace tiempo, mucho tiempo. Seguramente fue un sueño, o una especie de alucinación, pero algo en mi interior me decía que fue real y me obsesioné con ello. Pregunté sutilmente a mis familiares y amigos más cercanos si alguna vez estuve sumido en un periodo de ausencia, o padecí alguna enfermedad. Aunque la mayoría se mostraban extrañados por la pregunta, todos respondieron indicándome que no.
Ese solo fue el primer paso de mis pesquisas, y una vez descartada la enfermedad, decidí buscar información relacionada con el tema en otros ámbitos.
Como creyente que una vez fui, intenté hallar una explicación mística. Decidí indagar practicando el recogimiento espiritual conforme a las normas religiosas. Meses de claustro no revelaron nada que explicara mi experiencia. Todo lo que encontré resultó ambiguo e infructuoso.
Recurrí al esoterismo. El abanico de posibilidades que se abrió para dar respuesta a mi experiencia fue abrumador, pero ninguna lo explicaba. Causándome la misma decepción que la vía religiosa.
Utilicé mi última carta, la medicina. En ese campo, no había duda alguna, mi experiencia era solo una cuestión fisiológica. Miguel, mi médico de cabecera, me explicó que los sueños siempre habían generado debates a lo largo de la historia. Decía que egipcios, asirios, griegos, tenían su teoría sobre ellos. Además, de los sueños siempre volvemos, me dijo guiñándome un ojo.
Admito que logró tranquilizarme durante un tiempo. Pero fue efímero. Algo en mi interior seguía repitiéndome que se equivocaban.
Y los años transcurrieron sin que pasara un solo día en el que no recodara lo que aquella voz me susurró al oído. Sin poder evitar el estremecimiento que me causaba los seres en pena que habitaban en aquel triste y marchito lugar.
Igualmente, me perturbaba la semejanza que se establecía con ciertas zonas de nuestro mundo y la morada de la muerte. Lugares donde la vida no tiene ningún valor y es arrebatada a las personas. Donde se muere solo por ser pobres. En aquellas tierras donde la guerra determina el futuro de una parte de la población. Allí donde se muere por enfermedades injustas de sufrir. Era aterrador establecer ese paralelismo.
Hoy estoy cansado y viejo. Sintiendo cada día más el peso del silencio que produce la soledad. A esa soledad con la que se condena a los viejos y a los muertos.
Salgo a la calle para evitar perder la cordura, pero me cuesta distinguir los sonidos de la vida que circula por ella. Todo me llega como un murmullo. La vista se turbia y todo se difumina. Regreso a casa todo lo rápido que mi desgastado cuerpo permite. Una vez dentro de mi piso me encuentro a salvo. Poco a poco me voy tranquilizando sentado en mi sillón, observando un cuadro que tengo en frente colgado en la pared. Un paisaje de campos de girasoles esta enmarcado en él. Me serena mirarlo a pesar de que el tiempo ha deteriorado los colores de esa pintura desdibujando el paisaje plasmado en él.
Y siempre después de estos episodios, cada vez más frecuentes, pienso que tendría que pedir cita al médico, o acudir a urgencias. Pero mis fuerzas flaquean, cada día me siento más débil. Si alguien pudiera ayudarme, algún vecino, pero en este maldito edificio parece que nadie viviera en él. Nunca me cruzo con nadie en las escaleras, en el ascensor…o tal vez sí y no lo recuerdo, mi memoria cada día es más porosa. Quizás esté dramatizando, pero me encuentro tan impotente. Nadie me visita, ni siquiera mi familia. Nunca suena el teléfono. No se les puede culpar, la edad nos convierte en un lastre para los jóvenes, siempre ha sido así.
Esta vez, será distinta. Si mañana me encuentro animado iré al ambulatorio. Pero todo parece contrariarme. Llevamos semanas en las que los días amanecen grises, como si fuera a llover de un momento a otro. No hace frío ni calor, pero todo está tan gris… tan silencioso.
A veces, temiendo a la muerte, la vida se nos va sin vivirla.
Autor: Pedro Segura -llenodestrellas.com-
Un relato conmovedor, tan terrible como cierto. Muy bueno. Abrazos.
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